©  El anillo .-

Se arrepintió durante el resto de su corta vida, pese a que los arrepentimientos siempre llegan tarde. Aquel día de otoño del siglo pasado, sorprendentemente caluroso como uno de los primeros zarpazos que nos avanzaba el cambio climático, un joven vecino mío de huerto, comenzó a quitar los rastrojos secos que el verano pasado había hecho crecer en los lindes que su parcela compartía con el camino. Era una tarea estética más que productiva. Bueno, siendo sinceros era una tarea totalmente improductiva. Era como la sesión de mantenimiento muscular que algunos realizan -cuando no sienten la llamada del gimnasio y sus tecnológicas máquinas- para evitar atrofias y sentir la plenitud de un cuerpo treintañero. Lo recuerdo como un vecino encantador, amable y activo. Al no caer en la sofisticación de usar guantes, parece ser que algunos hierbajos se le introducían entre el dedo y el anillo de oro que llevaba puesto. Podría haber elegido un abanico de alternativas para evitar las molestias, pero resolvió liberar su dedo anular y sacarse no sin dificultad el sello de boda para dejarlo en algún punto de la ribazada. Fue como una despedida indeseada. Ya jamás volvió a verlo. Pasé por allí a los pocos minutos camino de mi caseta y lo hallé rebuscando con gran minuciosidad por la zona. Me comentó su situación algo atribulado pero estaba convenciéndose de que era cuestión de instantes recobrarlo porque un anillo no tiene patas, porque el metal no se evapora, porque él sabía donde lo había dejado, porque no se había marchado de allí ni un instante y yo era el primer andarín que pasaba, porque con aquel sol mediterráneo el brillo del oro iba a destacar en cualquier momento, porque era su vínculo de unión matrimonial y algo muy valioso para sí, porque no tenía prisa durante el resto de la mañana y continuaría la búsqueda, porque…

Han pasado muchos, muchos años, pero conservo nítidas y luminosas las imágenes. Durante las siguientes semanas, o meses -se me escapa el alcance temporal de aquellos encuentros- me lo volví a hallar en alguna ocasión, en el mismo lugar, aplicándose a la misma tarea en ratos sueltos, ya con una esperanza de éxito cada vez más reducida, maldiciéndose por su torpeza y mostrando una infinita incredulidad, una incomprensión bárbara ante la desaparición del anillo en un lugar tan pequeño, tan acotado y rebuscado. Siendo un incrédulo en cuestiones de fe, se lo pidió con fervor hasta a san Cucufato que no sé si habrá existido… No pasaron dos años, cuando una enfermedad galopante e incurable en aquellas décadas, me privó de sus charlas camperas y amistosas. Se fue, abandonando la parcela y los proyectos de futuro que me había ido descubriendo.

A veces una vivencia imprevista nos deja sin intuirlo un legado, invisible, una manda inconcreta y oscura que se mantiene viva en los flujos de la memoria sin que ningún documento la sustente. En bastantes ocasiones, llegando a pie por el punto donde viví lo narrado, mis ojos se desvían hacia allí y van repasando aquel ribazo de tierra y matojos, esperando que brote un aro dorado estallando como un grito, yo lo recoja y se lo pueda comunicar a la variada dimensión donde habitarán sus átomos, al mismo tiempo que se lo entregue a sus hijos cual reliquia valiosísima.

Últimamente, en esa ventana tonta que nos atonta y no para de crecer en pulgadas, algunos sabios futuristas aparecen en televisión reflexionando sobre el terrorífico consumo de materias primas y energía que hacemos. Anuncian que en un tiempo indeterminado, que se aproxima sin pausa, puede llegar un colapso del planeta. Ante esos programas aburridos -que no ven más allá de cuatro gatos teleespectadores- denunciando que nuestro modelo de desarrollo necesita producir cada vez más, me he acordado del anillo de mi vecino y por eso escribo aunque hoy no conmemoremos ningún día sobre la naturaleza… Creo que nos están proyectando una manda flexible, pero ineludible: reconducir esta civilización brillante en logros tecnológicos pero que se dedica a quebrar cualquier espacio medioambiental necesario para la vida. Seguirán estos sabios saliendo en programas venideros, probando con sus razones a convencernos, para que cale la responsabilidad en nuestros comportamientos consumistas… Me temo que tampoco encontraremos ese anillo.

El anillo

Manuel Vte. Martínez