Los segorbinos tienen una cita obligada en el Restaurante Botín.-
ANTONIO BOTÍN Y EL RESTAURANTE MÁS ANTIGUO DEL MUNDO (Según el libro Guinness de los Records)
Qué raro es cuando un segorbino dice: “¡Me voy a Madrid!”, y no le contestamos con un: “¡Hostia!. Iras a comer al Botín, ¿no?…” Una frase y pronóstico de antemano que es ya todo un clásico. Una visita obligada. Un tener que ir a mover el morro y con ganas, sí o sí. Al menos, y como se suele decir “una vez en la vida”. Aunque éste no haya sido mi caso. Ahora les cuento. Ahora.
Decir Madrid en Segorbe, es decir Botín. Una embajada segorbina en plena capital. Es un hecho. Un referente. Casi una obligación. Y no es para menos. Botín.
Como siempre voy a pecar de sincero y que pase lo que tenga que pasar. En mi primer viaje y visita a Madrid, aparecí perdido como Paco Martínez Soria en aquella gran versión cinematográfica de “La Ciudad No Es Para Mí”. Partí de Segorbe en busca de la gran ciudad. De la capital. De un añorado y atractivo Madrid. Escapando así de la rutina del pueblo en busca de emociones, sensaciones y aventuras. En busca de Levis americanos usados y de las afamadas botas inglesas Dr. Martens. Un viaje de pocos días. De un largo fin de semana que, en lugar de llevar un borrego o gallina en canasto cuál Martinez Soria, llevé no más de ocho mil pesetas de la época en mis bolsillos y arrastrado por un viejo Ford Fiesta amarillo trucado a través de una carretera tercermundista. En un periodo de espacio-tiempo inhumano de algo más de seis horas de trayecto. Era lo que había. Pero la ilusión alocada y el juvenil entusiasmo de aquel dieciochoañero podían con todo. Tenía a mis pies aquellos inicios de la “Movida Madrileña”. Tenía al alcance de la mano las cintas de cassette TDK de 90 minutos y maquetas de la nueva música que te grababan a cien pesetas por cinta. Allí estaba aquel Barrio de Chueca con sus tiendas de ropa de “importación” de segunda mano. La Gran Vía con sus cines y las últimas películas de estreno. Mi querido y siempre entrañable Rastro. La Plaza Mayor, con su solera. Y ya, de camino en busca de la Cava Baja, por las escalericas que bajan a Calle Cuchilleros me esperaba con la paciencia de casi tres siglos a sus espaldas el restaurante Botín. Si, ese que lleva por sus venas sangre segorbina.
Así pues, tras deambular durante tres días por calles y callejuelas madrileñas y hospedarme en una infame pensión de mala muerte, decidí hacer una visita a aquel afamado restaurante, -como he dicho, para mí, y para muchos de los de aquí, segorbino-. Me había pulido parte de mi presupuesto en un par de vaqueros usados Levis etiqueta roja con botones, una gabardina negra que me llegaba hasta los pies, unas cuantas cintas con la mejor música de importación del momento y unas botas Dr. Martens con cierto uso. Durante un par de días tiré de bocata calamares en las inmediaciones de Plaza Mayor y con el resto pensé darme un festín en el restaurante Botín.
Llegue todo mudadico y aseado hasta la puerta del local. Había junto a la puerta de entrada un escaparate como en las tiendas donde se ofrecían los platos más típicos. Cochinillos asados en rústicas cazuelas de barro. Cordero. Enormes y tentadores filetes.
El edificio rezumaba historia y años por cada poro de la fachada enladrillada al estilo del barrio. Una casa del siglo XVI. Una casa bodega, cuya ruinosa construcción de una planta, adosada a la cerca de la Villa fue sustituida por la actual, solicitándose privilegio de exención de huéspedes de aposento concedido en 1590 mediante pago de 150 ducados. Un edificio que en 1725 fue reformado desde la planta baja cerrando los soportales ahora existentes. En definitiva, un paraíso para los amantes de la buena mesa. De los rincones auténticos y con maestría. Una gloria para vista y paladar.
Estando en estas y frente a la entrada del mismo, un cartel en la puerta me dio un sopapo que a día de hoy todavía no he digerido bien: “Menú del día: 4.500 Pesetas”. ¡Recristo!. Me dije a mi mismo quedándome con la cara a cuadros. En mi pueblo el menú es de todo lo más 850 Pesetas. ¡Y tirando por alto!. Y claro, en aquellos momentos el bolsillo ya clareaba y se transparentaba. Así pues me quedé pegado durante varios minutos en la cristalera del escaparate como cuando de pequeño te quedabas pegado en la de Casa Mauro mirando los “Jericanos”. Con cara de pasta de boniato. Embabadico. Compuesto y sin novia. Total que me volví al bar de los bocadillos de calamares para llenar el buche de nuevo antes de partir de nuevo a Segorbe, no sin cierta inquietud y mal sabor de boca, y no precisamente por los calamares. Una pena. Grande.
Tuvo que ser al siguiente viaje cuando ya, por fin, y con unas cuantas perras de más en la cartera hice uso y disfrute de la afamada cocina del Botín. Por aquel entonces en esa segunda visita, ya conocía a Don Antonio Botín. Una serie de circunstancias profesionales hicieron que nuestras manos se estrecharan fuertemente. Fue en Segorbe donde tuve el placer de conocerlo. En su casa de la Calle Cervantes. Un tipo como diría el Borbón, “campechano”. Afable. Con la sonrisa siempre en su rostro. Elegante y caballeroso. Y, siempre, siempre, con un halo en sus espaldas de indudable aroma y esencia segorbina. Doy fe de ello. Y también la pueden dar aquellos quienes tuvieron o tienen el placer de conocerlo como yo. Me enseñó con agrado y maneras, aquella casa de arriba abajo y, en la despedida me dijo que si iba algún día a Madrid pasara sin dudarlo a hacerle una visita por el restaurante. Como comprenderán en ningún momento le conté que ya estuve en cierta ocasión en la puerta de aquel, su restaurante y menos las circunstancias que me impidieron entrar con una pizca de dignidad. Eso hubiera faltado. Aún se estaría riendo y, no se por qué demonios lo cuento ahora a expensas del cachondeo general. Pero bueno a lo hecho…
Y la ocasión surgió. Partí de nuevo a Madrid con el ansia de la primera y con la misma que la última, después de los cientos de veces que a ella he acudido. Esa vez entré al restaurante Botín por la puerta grande. No hice reserva alguna. Un fallo, pues no había sitio, por lo que tiré con cierta sorna y buen consejo diciendo aquello de: “Soy de Segorbe”. Y dio resultado. Aquel atento camarero me ubicó en una mesa especial. Pregunté con timidez por Don Antonio, pero no estaba. Me dijeron que estaba de viaje. Pero bueno, no me importó. Me quité el atropello de incomodar y andarme con presentaciones y otros entresijos del infortunio. Ya estaba donde quería estar que era lo importante. Di buena cuenta de, primero atiborrarme visualmente del local. De su enorme bodega. Del antiquísimo horno de asar. De los azulejos de las paredes. De los rojizos ladrillos de caravista que abovedan el techo. Y sobre todo, sobre todo, de sentarme a comer debajo mismo del escudo de Segorbe que cuelga omnipresente en un rincón privilegiado en la parte inferior junto a la bodega. Me hinché, sin haber probado aún bocado, como un gorrino, con ojos que no la boca. Nada más ni nada menos que el escudo de mi pueblo sobre mis espaldas mientras le daba candela a una sopa castellana acompañada de cochinillo al horno y regado con un buen caldo de Ribera de Duero. Para que pedir más. En la gloria.
Así pues, con el acostumbrado vicio de entrar al susodicho restaurante y, aun teniendo reserva previa en reincidentes ocasiones, le sueltas al camarero de turno: “Somos de Segorbe”. Como si eso ya te abriera las puertas del cielo y, éste, paciente y servicial, ya procura mostrar la mejor de sus sonrisas y de sentarte en una mesa de la de la bodega y debajo mismo del escudo de Segorbe, de tu pueblo. Y eso, eso no tiene, ni precio, ni se paga con dinero. Aunque eso sí, ya vas un poco más preparado económicamente que aquella primera vez cuando me dejé la baba pegada en el escaparate.
No hace mucho que volví a hacerles una visita. No de cortesía. No. La cortesía es ya para mí. Son de estas visitas que, aprovechando a lo que hayas ido a Madrid, decides uno, o dos días, ir a darte el gran placer de darle gusto al paladar, a la vista y la acogida de tan emblemático restaurante y, como no, de toda esa sensación de estar como en casa. De estar en el restaurante más antiguo del mundo. De tener a la vista mientras mueves el morro a destajo, el escudo de Segorbe. Y hay que ver como se sufre con un buen cordero asado, el solomillo “Botín”, la perdiz estofada, el “Entrecotte” de cebón a la plancha o de un bacalao en salsa de tomate y ñoras, por no nombrar las manitas de cochinillo rebozadas o los callos a la madrileña…
Bueno, ahora permítanme que les deje un momento. Voy a quitarme las babas de la pechera y a limpiar el teclado. ¡Perdidico me he puesto!.
Toni Berbís – Imagen: Jorge Laffarga y José Plasencia